viernes, 25 de octubre de 2013

OBSERVANDO LA UNIDAD HUMANA / HUMANIDAD

El individuo debe identificarse con el entorno. El entorno crea al individuo y este a la sociedad. Necesitamos indagar en la compresión de todos.

La tendencia a una unión cada vez más grande es evolutivamente inexorable, aunque a veces se crea que afirmar la identidad es separarse.

Mucho, poco, nada. Es igual: ya todo es uno.

La unidad es un viaje de uno a uno mismo, a través de toda la diversidad que da belleza y colorido a la unidad. ¿Cómo podríamos separar la palabra de quien habla? La mirada de quien mira? La caricia de quien ama? Hasta el lenguaje perdería su alma si las vocales y las consonantes no pudieran entablar sus mutuas resonancias. Lo significativo no tendría significado si el texto no encontrase su sentido en el contexto.

El mundo de la unidad y el del significado son como la ola y el mar, iguales en su esencia, diferenciados en su apariencia. Una gota es una gota, y una nube una nube es, pero en los ríos de la vida, cada gota para ser implica otra, y otra y todas; aunque parezcan separadas, son unidades que contienen la unidad de todo y a todo están unidas. Todas las cosas son iguales a si mismas, aunque estén unidas a otras muchas cosas. No se quedan solas las gotas evaporadas: van formando nubes. Y las nubes ríos. Y los ríos mares. Los individuos van formando familias, culturas y humanidades.



No es posible unirse a uno, sin unirse a todo en uno. No es posible separarse para tener una identidad; es más bien todo lo contrario: te identificas en relación con todo lo demás. Eres, en cuanto eres con otros, sólo puedes ser implicado en todo. Te puedes explicar, pero si no te implicas no serás. El ser no sólo puede ser lo explícito; en la profundidad de su unidad implícita está implicado todo lo demás.

Somos en relación. Ser uno lo que uno es, implica unirse a todo lo que es. Somos el hilo de la vida. Somos el tejedor. Estamos hechos del mismo tejido conectivo que ha unido todo a su destino.

La mujer no podría ser de verdad mujer, sin ese femenino que comparten, con todo femenino, las mujeres todas. Una madre no podría serlo sin el hijo. Nada es nada sin el todo, que en la nada y en la parte es campo invisible, origen y camino..

El vacío necesita un observador y todas las posiciones del observador dan sentido a lo observado, que así va cambiando por la magia del mismo observador que va cambiando. La unidad se va expandiendo en un proceso de cambio que embellece toda diversidad. La dualidad y la aparente multiplicidad del ser están entretejidas con la sencillez de su unidad.


La vida es un campo. Los campos cualifican las partículas, aportándoles sus propiedades. Los campos unifican. No homogenizan. Integran, sólo integran, integran integrando, revelando la vocación de cada parte por su  totalidad. Y cada totalidad se confunde con las partes, abrazándolas.

Qué sería el mundo si no se pudieran ensartar todas sus cuentas en un solo hilo conductor. El hilo es el mismo, los tejidos infinitos.
Uno no es distinto del único hilo que teje todo tipo de relación. Pero el que todo vaya entretejido con tan espléndida variedad, nos hace a veces perder la noción de la unidad. La unidad esquiva, la que buscamos, la que somos, esa que persiste antes y después de esta vida, la unidad que une todo sin notarse apenas, la que subyace en el fondo de toda aparente variedad, esa unidad de la mismidad y la otredad, nos ata irremisiblemente a la totalidad. Pero el temor de perdernos en la unidad nos ha aferrado de tal modo al yo separado, que perdimos, al separarnos de nosotros, de los otros y del todo, esa  magia de ser únicos, que da sentido a estar en el ser de todo para completar el mundo. 

La necesidad, esa poderosa fuerza que nos lanza a la instancia del presente y la presencia, nos lleva a la experiencia de lo esencial, como aquello que ya no se puede sólo afirmar o negar, como lo que sólo se puede vivir completamente. La necesidad conduce a ese uno que es uno, la unidad de todo, una completitud sólo completa en el segundo, una plenitud que se renueva a la velocidad de la luz.

La unidad esquiva, la que buscamos, la que ya somos sin conocerlo, aunque bien lo sabe ese alguien más profundo en uno que es uno mismo, se insinúa en el dolor desgarrador, en la pérdida, en la desidentificación de aquello que no es lo que nosotros somos. Esa unidad es una experiencia, un sabor, un fuego adentro, una transmutación insinuada, una ausencia bien presente, el espacio ilimitado que cabe en un instante. Cuando somos y estamos en la no localidad de los lugares, en la eternidad de los momentos, la unidad se insinúa en el fondo insondable del 
océano interior. Es el misterio de la gota que se convierte en mar sin que haya perdido ni por un instante su propia identidad.



Esa unidad es la de la gema, que ya ha emergido de su oscuridad  de piedra y revela las facetas que dejan pasar la luz y al mismo tiempo la reflejan. Como un diamante de infinitas caras que revela la belleza expandida de una sola esencia, la unidad es la cualidad profunda que se esconde en cada cosa inmaterial y en toda la materia. La unidad subyace en la aparente dualidad del ser que es como esa luz que al mismo tiempo pasa a través y se refleja. Aspectos de la luz en el prisma de la materia, presencia de un solo creador en cada movimiento del amor, fuego de la chispa y de la llama, agua de la nube y el glaciar, sustancia sustancial de la sustancia, la unidad es el misterioso hilandero que en todo el universo va hilando sin descanso un tejido siempre nuevo.

Compilado: Anónimo Donoso.

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